martes, 19 de junio de 2012

La vida de los muertos (II)

Hipercor, 25 años de dolor y olvido

Nadie los vio. Quizás sólo un miembro de las fuerzas de seguridad los vigilaba, pero no había nada que temer. La tensión maniataba cualquier intento de acto histérico o irracional. Frente a frente, asesino y víctima, sin más barrera que una distancia de seguridad protocolaria y veinticinco años de incredulidad.

¿El asesino será diferente a aquella persona que depositó en el parking de Hipercor un Ford Sierra con cien litros de gasolina, escamas de jabón, pegamento, tornillos y un detonador que hizo saltar el centro comercial por los aires a 3.000 grados de temperatura? pensó probablemente Roberto. No lo sabemos.

¿Qué le digo a la víctima? ¿Qué me dirá? ¿Podré soportar el peso de tanto sufrimiento? ¿Todavía me niego a reconocer el daño causado por miedo a que no podré soportarlo?
se preguntó, quizás,  el verdugo conforme la adrenalina invadía todas y cada una de sus fibras nerviosas instantes antes de la reunión con Roberto.

Nadie lo supo. Los muertos fueron veintiuno. Los heridos, decenas, por quemaduras, por asfixia, por sordera y muchas otras dolencias terribles de explicar. Y centenares, de heridos en el alma, que nunca podrán sanar. Siendo responsables los terroristas de la masacre, se pudo minimizar la tragedia. Pero lo impidió un encadenamiento de errores provocado por la torpeza e incompetencia más absoluta en la coordinación policial, que no procedió  a la evacuación de Hipercor, evidencia que ha sido reconocida por la justicia así como por investigadores en la materia como Antoni Batista, doctor en Ciencias de la Comunicación, que diseccionó los momentos previos a la deflagración y que dio lugar a la publicación de un libro sobre la cuestión. Sólo la actuación policial posterior que capturó al comando Barcelona, autor del atentado, compensó en parte la imagen de las fuerzas de seguridad que quedó en entredicho.


La vida es vida y así está reconocida. Y la muerte es muerte. Pero los muertos tienen vida. Una dimensión no reconocida, un limbo invisible para la Administración. Y para la sociedad. Algunos viven. Otros no porque están muertos. Pero viven. Y de qué manera. Si no que se lo pregunten a Nuri Manzanares. Perdió a sus dos hijos y a su hermana. O a Alvaro Cabrerizo: perdió a su mujer y sus dos hijas, que fueron a comprar un bikini. Nunca más las volvió a ver.

Álvaro siempre se ha preguntado tres veces ¿por qué? Una, por qué ese atentado. Dos por qué mi mujer y mis dos hijas. Y tres, por qué me ha dicho la Administración que no soy una víctima. La respuesta es que no fue a ningún médico y dos, no estaba allí presente. Sólo con haber ido al médico de cabecera y le hubiera recetado una aspirina ya le hubieran reconocido como víctima. Todavía se lo sigue preguntando. Pero no en este mundo, porque hace dos años falleció de un cáncer. Se lo pregunta en otra vida. Lola, su segunda mujer, luchó junto a Álvaro por el reconocimiento de las víctimas. Defiende que Álvaro clínicamente falleció de càncer, pero que vitalmente murió porque se sintió sin fuerzas para luchar. Te puedes enfrentar al odio porque un resorte muy humano y profundo te empuja a rebelarte contra ello. Pero, delante de la incomprensión y de la exclusión ¿Contra qué vas a luchar? ¿Contra una sociedad que te ha hecho invisible?


Hay quien criticará cierta pornografía gratuita y emocional de este artículo. Pero no he venido a hablar de ello sino de las víctimas, porque son víctimas por culpa de unos asesinos y son víctimas porque la Administración los pone contra las cuerdas, sometiéndolos a un entramado burocrático y legal difícil de soportar sumado a la ya difícil situación sufrida. Máxime cuando durante esta semana, los atletas de la Transición, todo ese grupo de políticos antifranquistas aficionados a correr delante de los grises y que, decían,  luchaban por la democracia, se unen a otros políticos de diferente calado ideológico y les dedican a las víctimas unas palabras y unas palmaditas y dejan correr alguna lágrima, ahora que se cumplen veinticinco años del atentado de Hipercor. Pero me pregunto: ¿no han sido capaces, en todo este tiempo, de resolver diligentemente la situación de treinta y tres víctimas de Hipercor por unos estúpidos, absurdos y esperpénticos argumentos legales que les impide ser reconocidas como víctimas? No es de extrañar, ahora que estos políticos, pactistas en la Transición, hayan permitido dejar el país español como está y no contentos con ello someten a la ciudadanía a rebajar brutalmente la calidad de vida y los derechos democráticos. Sí, ellos, que dicen lucharon por la democracia.


La AVT (Asociación de Víctimas del Terrorismo) también es un ejemplo de ello. No representa a las víctimas. Representa una idea secuestrada y sesgada en términos políticos, alejada de la realidad, que comulga con el chantaje emocional para empozoñar a la sociedad. La politización fue la razón por la cual Roberto Manrique tuvo que desvincularse de esta asociación, (él representaba la delegación catalana), para pasar a ser el impulsor de la Asociación Catalana de Victimas de Organizaciones Terroristas (ACVOT) en 2003. Desde esta asociación ha conseguido, por ejemplo, que las víctimas del atentado de la sala de fiestas Scala en 1978 hayan sido consideradas víctimas del terrorismo. Un atentado clave en la Transición pues se juzgó socialmente en paralelo a la CNT y criminalmente a unos jóvenes y que años después se demostró que fue un atentado urdido desde los servicios secretos españoles para hundir al movimiento sindical anarquista La documentación del proceso judicial es confidencial y alto secreto de Estado  y no se podrá acceder a sus archivos hasta el 2038. El hijo de uno de aquellas víctimas mortales, ahora concejal en el ayuntamiento de Santa Perpetua de la Mogoda todavía busca una respuesta a ello y no se lo permiten. 


Y sin desear crear ningún conflicto, todavía existe un profundísimo tabú existente en la actuación de una parte de las fuerzas de seguridad del Estado (no se puede generalizar, cada realidad en su sitio) ejerciendo la brutalidad y la tortura en las comisarías a centenares de jóvenes vascos, que sin llegar a tener una vinculación con el terrorismo, sufrieron la violencia política sólo por el hecho de ser vascos o simpatizar con el independentismo no con la violencia. Claro está, que a ojos de la sociedad y los políticos no eran más que los efectos colaterales, un eufemismo con el que en definitiva, se pretende justificar la violencia sea ésta legal o no. Prueba de ello han sido las constantes denuncias desde hace décadas de Amnistía Internacional en este sentido y en este ámbito. Ellos también han sido víctimas criminalizadas socialmente hasta el paroxismo y objeto de violencia y acoso de baja intensidad sólo por el hecho, repito, de ser vascos o sentirse vascos.


Siguen habiendo muchas víctimas de terrorismo, no sólo de ETA, sino de otras organizaciones que alimentan un listado de centenares de  personas asesinadas a manos de aparatos u organizaciones satélites relacionadas con las fuerzas de seguridad, la extrema derecha y las cloacas del Estado en tiempos de la Transición que han sido silenciadas. Sólo el GAL, fue la única organización que por intereses políticos del Partido Popular vio la luz y fue condenada no sólo legalmente sino socialmente. Son las víctimas invisibles. Víctimas que para Roberto Manrique son víctimas, sin importar los colores, las simpatías ideológicas, deportivas o políticas. Son víctimas que tienen vida. Y tienen un derecho a la memoria y al reconocimiento abierto y sincero. Esperan, muchas de ellas, que les pidan perdón por parte de quienes han hecho un daño injustificado y cruel y una rectificación por parte de la sociedad y el Estado por el trato tan nefasto que les ha otorgado. O mejor dicho, el no trato, porque tal y como denuncian las víctimas de Hipercor, se sienten abandonadas y olvidadas. Situación que, moralmente, dista mucho del canon de lo que debe ser una sociedad justa y plenamente democrática.


De momento, Roberto, en su reunión con el verdugo de Hipercor intuyó en el rostro del verdugo - según declaró a los medios de comunicación - un arrepentimiento profundo, pero no obtuvo una demanda de perdón explícito por parte de Rafael Caride. Y por otro lado, los políticos hablan pero no actúan, ahí siguen las treinta y tres víctimas no reconocidas. Cualquiera de ellas podría declarar perfectamente:

“Yo vine a comprar a Hipercor oiga, no pedí ninguna bomba y sin embargo me obligan a estar esperando en una ventanilla a obtener mi condición. Llevo veinticinco años, y ya ve usted, aquí sigo”..

Muchas incógnitas, muchas dudas, mucho sufrimiento, mucha injusticia. Y dolor mucho dolor. El dolor y la pérdida les mantiene con vida. Unos desde la vida, otros desde la muerte. Pero es otro tipo de vida y, no lo duden, mucho más digna a pesar de los que carecen de ella y elaboran leyes que luego no cumplen.

Así lo subraya Rosa,también víctima y que sobrevivió a la bola de fuego: a mí no me mataron, pero me mataron la vida.


Así es la vida de los muertos.

domingo, 17 de junio de 2012

Historias putas (II)

La vida de los muertos

Una tarde de noviembre, hace ocho años, debía escribir un artículo para un diario comarcal. No habían pasado ni veinticuatro horas que me comunicaron el fallecimiento de Tío Modes, guitarrista del grupo barcelonés de punk rock de La Banda Trapera del Río y de Oficial Matute y decidí dedicarle aquel artículo. Para quienes no lo sepan, o mejor dicho, para que sepan aquellos que desconocen que los muertos tienen vida propia durante la vida misma y después de un tipo de vida llamada muerte, Tío Modes (nombre artístico de Modesto Agriarte) fue un guitarrista fuera de serie, y, si me permiten seré cursi: un músico excepcional. Valga el tópico para reafirmar el procentaje de relativa verdad que contiene cualquier tópico y, que en este caso, se cumple en su totalidad.

Marcó un estilo propio que pocos han imitado, no seguía ninguno de los cànones que se suponían a cualquier guitarrista de rock de la época. Los riffs que escupía su Gibson no eran exactamente rock; pero tampoco punk; ni tan siquiera heavy metal. Un diamante en bruto que nuinca quiso ser descubierto ni falta que hacía por todo lo que representaba en una ciudad invisible secuestrada por la legión de la cultura progre pija de izquierdas. Una legión, que más allá del recelo hacia una inmigración del extrarradio barcelonés poco susceptible en aquel momento a comulgar - ni de broma - con la exaltación del nacionalismo catalán y con la aburridísima escena musical imperante (rock laietà). Pronto se esclarecerían las intenciones de unos aficionados a correr, no atletismo precisamente: políticos, sindicalistas y simpatizantes de la democracia, todos ellos antifranquistas que nunca pararon de dar zancadas: primero precedían a unos señores vestidos de gris que envainaban unas peligrosas porras y pistolas y que hacían servir de vez en cuando para asesinar a sangre fría a algunos o algunas; una vez domesticada la polícía armada, continuaron su carrera en sentido contrario, esto es,  persiguiendo el reparto del pastel político catalán. Incluyendo claro está, el negocio cultural. Prueba de ello es que el primer album de La Banda Trapera fue editado por Belter, la casa de discos de Manolo Escobar, estilo diametralmente opuesto al de la Trapera. Préviamente, Tío Modes y la Trapera tuvieron que pasar el control del lobby cultural el cual orientaba sus intenciones hacia las radiofórmulas y la domesticación de grupos pretendidamente rebeldes contra el sistema. Resultado: 0,0 % de interés


Pero mi recuerdo más indeleble es hacia Tío Modes persona, no artista. La última vez que lo vi era un largo espectro de cuarenta kilos de huesos de metro ochenta y cinco de altura, incluyendo su solemne gabardina de cuero y sus Ray-Ban negras de doce dioptrías. Desde la puerta de la masía abandonada donde vivía se despidió de mí alzando su mano al aire mientras yo le oía decir mi nombre. Mientras me alejaba, no dejé de entristecerme por su lamentable estado: su inseparable sombrero gris, un borsalino clásico de fieltro, remolcaba un cuerpo lastrado por el bucle de cervezas y soledad con el que modeló su rutina diaria desde hacía ya varios años.

Disculpen ustedes, los vivos, aquellos que pretenden sobrevivir al catenaccio económico desbocado al que nos someten unos nenes traviesos llamados mercados financieros. Disculpen ustedes hablar tanto de muertos hoy, ya que al parecer, lo preciso del momento viene a ser el obligado optimismo y la creencia en querer ver lo que nos quieren hacer ver aún estando ciegos. Pero el motivo de hablar de la muerte es porque el páncreas de Tío Modes decidió jubilarse de forma anticipada y realizar una transubstanciación a otra vida.. Claro está que las jubilaciones anticipadas, eufemismo con que se define la patada al trasero y expulsión del paraíso sociedad a muchas personas, no son más que un paso más hacia el sometimiento al neoliberalismo y donde la ciudadanía da la espalda a muchos portavoces de la inconformidad como fue su caso. Sucedió un 1 de noviembre de 2004, el día en que los muertos, aunque sólo sea por un día, cobran una especie de vida según los vivos para limpiar las malas conciencias y resolver todas aquellas deudas para con los muertos. Casualmente, en aquella fecha, la última osa autòctona de los Pirineos, Cannelle, moría del impacto de las balas de un cazador. Su cachorro, fue visto y huyó. Y nunca más se supo de él. De Tío Modes tampoco, sólo unos pocos románticos se acuerdan de él.

Así es la vida de los muertos.