Los últimos que los vieron vivos
Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando
tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo
encorvado.
Truman Capote – A sangre fría
Este escrito no es fruto de la imaginación. Ni
es el resultado de una entrevista con un loco. Ni es consecuencia de haber
accedido a archivos que custodian secretos de estado. Y ni mucho menos es un
relato destinado a hacer de relleno del suplemento de verano de los periódicos.
Al contrario: este escrito refleja un momento especial en la vida de la pedanía
de Can Belladona un cuatro de agosto de 2014.
Justo un año después de la llegada de las
balas de paja a aquellos parajes.
Can Belladona está situada en el corazón de frondosas arboledas en el
centro geográfico de la comarca de la Selva al sur de Girona.
Entre esas arboledas, se extienden varios campos de trigo, centeno y cebada
divididos en el centro por la riera que da nombre al diminuto vecindario:
Belladona. El olor de las gramíneas de espigas doradas invade y penetra en las
fosas nasales de los forasteros hasta dejarlos hipnotizados por fragancias que
nunca conocieron. Los pocos lugareños que se dejaron ver en aquella misteriosa
mañana vestían con la típica indumentaria de los que trabajan el campo y
almuerzan hogaza de candeal con longaniza. Aunque los labradores ya no cuentan
con las jugosas ayudas de los fondos europeos en su gran mayoría. Después de
algunos pequeños desajustes - sin importancia alguna - en Lehman Brothers en
aquel fatídico 2008, todo se torció. Las pérdidas, la burbuja inmobiliaria, la
crisis económica, el paro, los préstamos tóxicos, la corrupción…todo conformaba
un glosario de términos que ha estado ametrallando las conciencias de los
ciudadanos día tras día.
Excepto en Can Belladona.
Donde a nadie pareció preocuparle ni lo más mínimo qué sucedía en los
parqués financieros ni en las jerarquías políticas desde hacía años.
Hasta que la inquietante y silenciosa llegada de agrupaciones de balas de
paja en la madrugada del cuatro de agosto de 2013 confirió a aquel paraje una
extraña luz.
El toc-toc-toc-toc pesado pero suave de la bicilíndrica que conducía
era el único sonido que distorsionaba en aquel paraje. Los chasquidos de
madera liberándose de la calima, el cantar aflautado de ruiseñores y el rumor
del plumaje de hojas de largos y elegantes chopos acariciados por la tórrida y
húmeda brisa de suroeste eran los sonidos propios de Can Belladona. Y quizás la
madera, los ruiseñores y los chopos fueron los últimos testigos que los vieron
vivos.
Comencé a virar la moto para deshacer el camino de entrada de aquel extraño
vecindario. Debía continuar mi viaje en moto por la tierras ignotas y
desconocidas de la provincia de Girona y que solía repetir cada verano. Miré
por última vez a los labradores autómatas que pellizcaban mecánicamente una y
otra vez migas de hogaza de candeal sentados en torno a un botijo de agua. Su
mirada era neutra y perdida. Y fue entonces cuando dejé atrás la pedanía, las
balas de paja y el trigo. Atrás dejé una extraña noticia que nunca fue
publicada. Atrás dejé, tal y como rezaba en el cartel de entrada:
Parque temático rural de Can
Belladona
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