lunes, 7 de enero de 2013

La res publica



Quién no ha oído hablar en alguna ocasión de El Príncipe, obra de Nicolás Maquiavelo, historiador y filósofo de la República de Florencia de principios del siglo XVI. De entre las frases más destacadas quizás destaque aquella que dice: "...puesto que los hombres aman según su voluntad y temen segun la voluntad del príncipe, un príncipe debe depender solo de lo que es suyo y no de lo que es de otros, solo tiene que ingeniárselas para no ser odiado...".  
En pocas palabras, se puede definir este libro como un tratado sobre teoría política y que se utilizó, con el tiempo, como una herramienta para educar eficazmente en el poder a políticos y hombres de negocios.

Y efectividad política es lo que se puede desprender después de repasar los 75 años de vida y casi 40 de reinado del monarca español don Juan Carlos I. Podrán rebatir que dicha efectividad no ha ido más allá de una positiva proyección pública que le ha mantenido siempre como un jefe de Estado ejemplar y bien valorado en la esfera internacional. Y ello, a pesar de una atribución de poderes muy limitada en el ámbito ejecutivo. No ha sido hasta 2012 cuando esta reputación se ha visto amenazada por una serie de hechos bien conocidos: primero por la práctica por parte del monarca de safaris – y no fotográficos precisamente - como afición personal mientras millones de sus súbditos se veían arrojados al abismo de la caridad y la miseria, cuando no, éstos mismos se arrojaban al vacío quitándose la vida. Y segundo: cuando trascendió que su yerno –Iñaki Urdangarín- estaba implicado en un caso de desvío de dinero público con la consiguiente imputación judicial.

La entrevista realizada recientemente por Jesús Hermida en la televisión (de momento) pública española al rey, con motivo de su 75 cumpleaños no ha hecho más que confirmar que la figura del rey ha sufrido un importante desgaste y no conserva la consistencia y credibilidad de años atrás. Pero ya que se ha querido reflejar en la entrevista su valía en el pasado, analicemos brevemente el contexto histórico que ha sido obviado en esta misma entrevista:

El dictador y genocida Francisco Franco sostenía en los años 60 un difícil equilibrio: mantener encendidas las cenizas del Movimiento Nacional mientras se dejaba caer en los brazos salvadores de los tecnócratas del Opus Dei con el fin de mantener un gobierno sostenible en lo económico. Y, obviamente, consciente de que su vida tenía fecha de caducidad, le preocupaba dejar todo atado y bien atado. Por este motivo y aplicando la Ley de Sucesión en la Jefatura de Estado de 1947, se ratificó en julio de 1969 a Juan Carlos de Borbón como el sucesor de Franco, asegurándose este último la instauración (que no restauración) de una monarquía que permitiera la continuación del Movimiento Nacional. Desde aquel momento se convertiría en Príncipe. Pero llevaba ya más de veinte años de estudios y preparación concienzudamente orientada a cumplir los designios reales. Y que le sirvieron para romper la regla dinástica en detrimento de su padre Juan de Borbón, el legítimo heredero según los derechos dinásticos.
Desde aquel entonces comenzó a tener todos los elementos a favor. Destaquemos los principales: el futuro hombre fuerte del Estado, Carrero Blanco, inició en diciembre de 1973 en Madrid una trazada aérea, de la que nunca regresó. Hecho que ocurrió a doscientos metros de la embajada americana sin que – misteriosamente –  advirtieran nada los servicios secretos americanos. Mientras, los cachorros de ETA y los agentes de la CIA se miraban cómplices y contentos de que nunca volvería a molestar. Ni tampoco al rey, cuyas intenciones de reforma política hubieran chocado frontalmente contra una persona profundamente contraria a cualquier intento de reformar el Movimiento Nacional. Dos años más tarde fallecería Franco. Ya en 1981, tuvo lugar el último sainete de corte militar: Milans de director de coreografía, Tejero como protagonista principal y Armada entre bambalinas. Los tres tenores de la España cavernícola, cafre y casposa pasaron a un estado de eterna hibernación tras la intermediación del rey. Y lo más importante: la Comisión de los Nueve y, sobre todo, los Pactos de la Moncloa hábilmente liderados por Adolfo Suárez sirvieron, oficialmente, para paliar los efectos de una brutal inflación con origen en la crisis económica internacional de 1973 (dicho sea de paso, aquellos pactos guardan numerosas similitudes con las actuales reformas laborales y políticas de austeridad de los gobiernos del PSOE y del PP).

La realidad es que estos acuerdos económicos y políticos comportaron la eliminación de la capacidad de decisión de los movimientos obreros, sindicales, vecinales, feministas y estudiantiles de base que se vieron obligados a delegar la gestión del poder en los líderes socialistas, nacionalistas y comunistas. Tal y como se demostró posteriormente, lo único que perseguían estos líderes era hacerse un hueco en el sistema político. Finalmente, la Constitución de 1978 fue simplemente la confirmación de todas las concesiones realizadas por una izquierda débil y presa de la ansiedad, que después de cuarenta años de dictadura, persecución, torturas y ejecuciones aceptó deprisa y corriendo una democracia exprés y una monarquía como mal menor.

A partir de aquel entonces, Su Majestad tuvo ante sí el camino libre y supo moverse entre los hilos del poder político, financiero y eclesiástico y -sobre todo- periodístico, que le juraron fidelidad, permitiendo un pacto social tácito de no molestarle, ya fuera en la esfera pública o en la privada.

De cara al pueblo, el modelo transmitido fue el del héroe defensor de los derechos democráticos en la Transición que había sabido desvincularse de un régimen dictatorial. De facto fue así. Pero un simple análisis técnico, estadístico y político demuestra que lo que se produjo en la Transición fue la aplicación del principio lampedusiano de cambiar todo para que todo siguiera igual. La izquierda olvidó lo que había defendido en la clandestinidad: la restauración de la República como objetivo único de la recuperación de las libertades civiles y democráticas. Después de diversas legislaturas en que PSOE y PP han ido alternándose el poder sin opositores que les ofrecieran resistencia, los excesos reaccionarios y de prevaricación de los gobiernos no fueron más que elementos que favorecían a la monarquía como una institución ejemplar.

Pero los actuales efectos de la crisis económica, social y moral de la sociedad española, no sólo están haciendo mella en el ADN de la mera y básica subsistencia del día a día de millones de familias al borde de la exclusión social. También están haciendo mella en la imagen de una monarquía que ya no cuenta con el beneplácito del pacto de no agresión entre medios de comunicación y la institución monárquica. No son pocos los ciudadanos que comienzan a ser conscientes de que no son súbditos ni esclavos de las políticas económicas ultraliberales, y menos de una monarquía. Empiezan a tomar conciencia de la humillación a la que son sometidos. Y ello, a pesar de que la conciencia de clase de otros tiempos que facilitaba la cohesión entre ciudadanos a través de la solidaridad, ha ido decreciendo desde la Transición y reaparece hoy día. Pero con insuficiente fuerza, sobrepasada por el tsunami de parias sociales que vomitan las calles cada día, no a cientos sino a miles.

De aquellos lluvias estos lodos y a la ciudadanía todavía le resta la interpretación de un pasado en el que no decidió ni mucho menos el modelo de Estado actual. La monarquía no fue una restauración ni por medios democráticos ni por derechos históricos. Fue una transacción, que no Transición, (tal y como defiende el doctor en Historia, Bernat Muniesa), un traspaso de poderes con lavado de imagen, actualización a las normas europeas y una adecuación y modernización de los poderes fácticos de siempre. De las mismas familias y grupos de presión de siempre.

República proviene de res publica, es decir, la participación del pueblo. En cambio monarquía proviene de mono y arkhein, que significa gobierno único.

Tanto la ciudadanía como el rey quizás se hallen ahora en un punto de no retorno, pues se hallan, entre ambos, en una posición cada vez más asimétrica. Y el mundo actual obedece fielmente a un principio heraclitiano: todo fluye, nada permanece.
Tal y como se menciona en El Príncipe: "...puesto que los hombres aman según su voluntad y temen segun la voluntad del príncipe, un príncipe debe depender solo de lo que es suyo y no de lo que es de otros, solo tiene que ingeniárselas para no ser odiado...".

Veremos cómo se las ingenia.