Quién no ha oído hablar
en alguna ocasión de El Príncipe,
obra de Nicolás Maquiavelo, historiador y filósofo de la República de Florencia
de principios del siglo XVI. De entre las frases más destacadas quizás destaque aquella que dice: "...puesto que los hombres aman según su voluntad y temen
segun la voluntad del príncipe, un príncipe debe depender
solo de lo que es suyo y no de lo que es de otros, solo tiene que ingeniárselas
para no ser odiado...".
En pocas palabras, se puede definir este libro
como un tratado sobre teoría política y que se utilizó, con el tiempo, como una
herramienta para educar eficazmente en el poder a políticos y hombres de
negocios.
Y efectividad política es
lo que se puede desprender después de repasar los 75 años de vida y casi 40 de
reinado del monarca español don Juan Carlos I. Podrán rebatir que dicha
efectividad no ha ido más allá de una positiva proyección pública que le ha
mantenido siempre como un jefe de Estado ejemplar y bien valorado en la esfera
internacional. Y ello, a pesar de una atribución de poderes muy limitada en el
ámbito ejecutivo. No ha sido hasta 2012 cuando esta reputación se ha visto
amenazada por una serie de hechos bien conocidos: primero por la práctica por
parte del monarca de safaris – y no fotográficos precisamente - como afición
personal mientras millones de sus súbditos se veían arrojados al abismo de la
caridad y la miseria, cuando no, éstos mismos se arrojaban al vacío quitándose
la vida. Y segundo: cuando trascendió que su yerno –Iñaki Urdangarín- estaba
implicado en un caso de desvío de dinero público con la consiguiente imputación
judicial.
La entrevista realizada recientemente
por Jesús Hermida en la televisión (de momento) pública española al rey, con
motivo de su 75 cumpleaños no ha hecho más que confirmar que la figura del rey
ha sufrido un importante desgaste y no conserva la consistencia y credibilidad
de años atrás. Pero ya que se ha querido reflejar en la entrevista su valía
en el pasado, analicemos brevemente el contexto histórico que ha sido obviado
en esta misma entrevista:
El dictador y genocida Francisco
Franco sostenía en los años 60 un difícil equilibrio: mantener encendidas las
cenizas del Movimiento Nacional mientras se dejaba caer en los brazos
salvadores de los tecnócratas del Opus Dei
con el fin de mantener un gobierno sostenible en lo económico. Y, obviamente,
consciente de que su vida tenía fecha de caducidad, le preocupaba dejar todo
atado y bien atado. Por este motivo y aplicando la Ley de Sucesión en la
Jefatura de Estado de 1947, se ratificó en julio de 1969 a Juan Carlos de
Borbón como el sucesor de Franco, asegurándose este último la instauración (que
no restauración) de una monarquía que permitiera la continuación del Movimiento
Nacional. Desde aquel momento se convertiría en Príncipe. Pero llevaba ya más
de veinte años de estudios y preparación concienzudamente orientada a cumplir
los designios reales. Y que le sirvieron para romper la regla dinástica en
detrimento de su padre Juan de Borbón, el legítimo heredero según los derechos
dinásticos.
Desde aquel entonces
comenzó a tener todos los elementos a favor. Destaquemos los principales: el
futuro hombre fuerte del Estado, Carrero Blanco, inició en diciembre de 1973 en
Madrid una trazada aérea, de la que nunca regresó. Hecho que ocurrió a
doscientos metros de la embajada americana sin que – misteriosamente – advirtieran nada los servicios secretos
americanos. Mientras, los cachorros de ETA y los agentes de la CIA se miraban cómplices y contentos de que nunca volvería a molestar. Ni tampoco al rey,
cuyas intenciones de reforma política hubieran chocado frontalmente contra una
persona profundamente contraria a cualquier intento de reformar el Movimiento
Nacional. Dos años más tarde fallecería Franco. Ya en 1981, tuvo lugar el último
sainete de corte militar: Milans de director de coreografía, Tejero como
protagonista principal y Armada entre bambalinas. Los tres tenores de la España
cavernícola, cafre y casposa pasaron a un estado de eterna hibernación tras la
intermediación del rey. Y lo más importante: la Comisión de los Nueve y, sobre
todo, los Pactos de la Moncloa hábilmente liderados por Adolfo Suárez sirvieron,
oficialmente, para paliar los efectos de una brutal inflación con origen en la
crisis económica internacional de 1973 (dicho sea de paso, aquellos pactos
guardan numerosas similitudes con las actuales reformas laborales y políticas
de austeridad de los gobiernos del PSOE y del PP).
La realidad es que estos acuerdos
económicos y políticos comportaron la eliminación de la capacidad de decisión
de los movimientos obreros, sindicales, vecinales, feministas y estudiantiles
de base que se vieron obligados a delegar la gestión del poder en los líderes socialistas,
nacionalistas y comunistas. Tal y como se demostró posteriormente, lo único que perseguían estos líderes era
hacerse un hueco en el sistema político. Finalmente, la Constitución de 1978 fue
simplemente la confirmación de todas las concesiones realizadas por una
izquierda débil y presa de la ansiedad, que después de cuarenta años de
dictadura, persecución, torturas y ejecuciones aceptó deprisa y corriendo una democracia
exprés y una monarquía como mal menor.
A partir de aquel
entonces, Su Majestad tuvo ante sí el camino libre y supo moverse entre los
hilos del poder político, financiero y eclesiástico y -sobre todo-
periodístico, que le juraron fidelidad, permitiendo un pacto social tácito de
no molestarle, ya fuera en la esfera pública o en la privada.
De cara al pueblo, el modelo
transmitido fue el del héroe defensor de los derechos democráticos en la
Transición que había sabido desvincularse de un régimen dictatorial. De facto
fue así. Pero un simple análisis técnico, estadístico y político demuestra que
lo que se produjo en la Transición fue la aplicación del principio lampedusiano de cambiar todo para que
todo siguiera igual. La izquierda olvidó lo que había defendido en la
clandestinidad: la restauración de la República como objetivo único de la
recuperación de las libertades civiles y democráticas. Después de diversas
legislaturas en que PSOE y PP han ido alternándose el poder sin opositores que
les ofrecieran resistencia, los excesos reaccionarios y de
prevaricación de los gobiernos no fueron más que elementos que favorecían a la monarquía como una institución ejemplar.
Pero los actuales efectos
de la crisis económica, social y moral de la sociedad española,
no sólo están haciendo mella en el ADN de la mera y básica subsistencia del día
a día de millones de familias al borde de la exclusión social. También están haciendo
mella en la imagen de una monarquía que ya no cuenta con el beneplácito del
pacto de no agresión entre medios de comunicación y la institución monárquica. No
son pocos los ciudadanos que comienzan a ser conscientes de que no son súbditos
ni esclavos de las políticas económicas ultraliberales, y menos de una
monarquía. Empiezan a tomar conciencia de la humillación a la que son
sometidos. Y ello, a pesar de que la conciencia de clase de otros tiempos que
facilitaba la cohesión entre ciudadanos a través de la solidaridad, ha ido
decreciendo desde la Transición y reaparece hoy día. Pero con insuficiente
fuerza, sobrepasada por el tsunami de
parias sociales que vomitan las calles cada día, no a cientos sino a miles.
De aquellos lluvias estos
lodos y a la ciudadanía todavía le resta la interpretación de un pasado en el
que no decidió ni mucho menos el modelo de Estado actual. La monarquía no fue
una restauración ni por medios democráticos ni por derechos históricos. Fue una
transacción, que no Transición, (tal
y como defiende el doctor en Historia, Bernat Muniesa), un traspaso de poderes
con lavado de imagen, actualización a las normas europeas y una adecuación y
modernización de los poderes fácticos de siempre. De las mismas familias y
grupos de presión de siempre.
República proviene de res publica, es decir, la participación
del pueblo. En cambio monarquía proviene de mono
y arkhein, que significa gobierno
único.
Tanto la ciudadanía como el
rey quizás se hallen ahora en un punto de no retorno, pues se hallan, entre ambos, en una posición cada vez más asimétrica. Y el mundo actual
obedece fielmente a un principio heraclitiano: todo fluye, nada permanece.
Tal y como se menciona en El Príncipe: "...puesto que los hombres aman según su voluntad y temen
segun la voluntad del príncipe, un príncipe debe depender
solo de lo que es suyo y no de lo que es de otros, solo tiene que ingeniárselas
para no ser odiado...".
Veremos cómo se las ingenia.