La realidad es lo que queda en el filtro cuando se filtra un fantasma
Ambrose Bierce
Me llamo Ramón Barea y vivo en un refugio antiaéreo en pleno Ensanche barcelonés desde el 18 de marzo de 1938. Aquel día perdí un brazo, aunque no por ello he ahogado mi desdicha en el alcohol. Al revés, después del bombardeo que asoló la ciudad durante tres días, cuando yo tenía veinte años, formé mi propia familia en la mismísima puerta del refugio junto con Eugenia, una esbelta chica de unos veintitantos años que emigró desde Galicia y que trabajaba en un taller textil del barrio de Gracia; Simón, un chiquillo de ocho años, sordomudo y de mirada asustadiza; y Herminia, una gibosa anciana trastornada por alguna enfermedad mental propia de la edad.
Refugio antiaéreo metro de Madrid |
El refugio es oscuro, maloliente y silencioso, pero nada de ello es motivo para sentirnos a disgusto. Al contrario, no existe la alta humedad típica de los meses de invierno ni sufrimos el bochorno de la canícula. Acostumbrados a una vida sin excesos y disciplinados en las tareas domésticas, la cuestión es que nos arreglamos sin problema alguno. El avituallamiento diario no es nada complejo: la fuente pública nos proporciona agua y seguimos acudiendo a la señora del colmado, que todavía comercia con pesetas. Allí adquirimos, cada día, pan, vino y olivas.
Antes del amanecer suelo salir al exterior para mantenerme informado. Como hoy. Justo enfrente del colmado está el quiosco. Ojeo la prensa que un repartidor en furgoneta deposita cada mañana sobre las húmedas baldosas de diseño modernista. La información cada día abunda más, pero es menos relevante y no se vislumbran cambios en el habitual modus operandi de los gobiernos.
Después de respirar algo de aire fresco y alertado por las primeras luces del día, regreso al refugio, donde me espera mi familia, aislada de la vida social desde el bombardeo. No quiero decir con ello que estén recluidos forzosamente, no. Pero la sola idea de ser vistos y reconocidos como víctimas de la barbarie humana les paraliza y les quita las ganas de salir al exterior.
Eugenia, por ejemplo, tiene la cara deformada debido a las lesiones producidas por el derrumbe de un edificio. Y conociéndola, tan coqueta ella, tan consciente de su belleza de piel blanca, delicada y de tristes tirabuzones pelirrojos, no ha consentido desde entonces salir al exterior. En cuanto a Simón, es la sombra de Eugenia. Ella, a menudo, le pasa sus manos de porcelana por las mejillas; un gesto que él agradece asiendo con el pulgar de su mano derecha la cartera remendada que lleva colgada al hombro. Nunca se separa de su cartera; ni del plumier ni del muñeco roto que habita en su interior. Y respecto a Herminia, su día a día discurre entre fervorosos rezos, aferrada a su rosario como si de un escudo contra el infierno se tratase. Su ceguera no le impide sentirse iluminada. Pero en ocasiones se pregunta por qué Dios la ha abandonado.
Entretanto, los primeros rayos de luz ya alumbran la ciudad y antes de bajar me detengo en la misma puerta del refugio y rememoro lo que fueron los últimos instantes de mi otra vida. Porque, justo hoy, hace setenta y siete años
las sirenas volvieron a sonar. Habían transcurrido más de treinta horas desde que la formación de escuadrones Savoia había empezado a machacar Barcelona y fueron media docena las veces que entré y salí del refugio. En la siguiente ocasión no tuve oportunidad de entrar ya que me encontré el refugio cerrado a cal y canto.
Maldita sea, me dije.
Formación de Savoia-Marchetti S.M.79 |
Estremecido por el espeluznante zumbido de los aviones supliqué que me abrieran el portón de acceso mientras lo golpeaba repetidamente. Un zumbido que se transformaba, conforme se acercaban las máquinas asesinas, en el rugido de un enorme enjambre de abejas enloquecidas. Mucho mayor que en los dos últimos días. Se esperaba, sin duda, un bombardeo más inmisericorde que los anteriores: más aviones significaban más bombas. Y en esta ocasión se trataba de los temidos y veloces Savoia-Marchetti S.M.79. Pero el portón no se abrió. Lógico. Si la puerta se abría, se corría el riesgo de que la onda expansiva de alguna bomba penetrara en el refugio; o bien, que el acceso quedase bloqueado por una montaña de escombros e impidiera a sus ocupantes salir. Todo ello no acabó sucediendo. Pero a cambio de no dejarme entrar.
Fotografía del bombardeo aéreo de Barcelona el 17 de marzo de 1938, vista desde un bombardero italiano. Public domain |
Los aviones empezaron a bajar en barrena. El día era despejado y las bombas que vomitaban los trimotores brillaban con el sol. A pesar del estado de alarma creado por las sirenas, a pesar de la angustia que me producía ver tantos rostros desencajados, a pesar del aterrador ruido de moscardón de los bombarderos... A pesar de todo ello, un profundo silencio me secuestró. Un silencio producto de la incertidumbre de no saber dónde caería la próxima bomba. El miedo se apoderó de mí; el humo, los tranvías, las madres que corrían asiendo de la mano a sus hijos; todo aquello que se movía, se convirtió en una única imagen congelada. Me sentía en el centro de una inmensa diana.
Una bomba explotó a pocos metros de donde me hallaba. Un sobrecogedor estruendo fue lo último que escuché. Se hizo un silencio absoluto. Se hizo la nada. Después, un pitido continuo, tenue y ahogado. Poco a poco fui recobrando la conciencia. Estaba tumbado. Olía a fuego. Mi saliva era un reflujo de grumos de azufre. Aturdido y bloqueado, sentí que una bola espesa de tierra llenaba mi estómago. También la garganta. Me asfixiaba. La mañana soleada se había convertido en una noche de llovizna polvorienta. Los edificios ardían y el cableado de los tranvías se enrollaba a los troncos arrancados de los árboles. Intenté levantar el brazo para pedir auxilio, pero en su lugar solo había un manojo sanguinolento de arterias y carne desgarrada. La mujer del colmado ardía viva. Intentaba - sin ningún éxito - deshacerse del abrazo de unas enormes lenguas de fuego. Una bruma gris y plomiza comenzó a dibujarse ante mis ojos.
Pocos instantes después me incorporé. Quedé durante unos segundos arrodillado, a pesar de no tener intención alguna de ponerme a rezar. El caso es que me puse en pie. A continuación me elevé. Ya no oía el aullido de las sirenas. Las llagas producidas por los miles de fragmentos de cristal que se clavaron por todo mi cuerpo no me generaban dolor alguno. Y a pocos metros de la puerta del refugio, los cuerpos de Eugenia, Simón y Herminia yacían inertes. Pero pronto recobrarían una nueva vida, al igual que yo. La cara de horror de Eugenia con los dientes quebrados; el hilillo de sangre que salía de los oídos de Simón; el rostro hinchado de Herminia (y sin globos oculares); yo sin brazo y con la ropa hecha jirones. Los cuatro entrelazamos nuestros sentidos como buenamente pudimos y decidimos crear nuestra propia y particular familia.
Una familia más.
Desde entonces nadie ha venido a visitarnos, aunque mantengo intacta la esperanza de que, algún día, alguien nos encuentre.